Apamea es una ciudad de origen griego que se fundó en el 300 a. C. Lleva el nombre de la esposa del fundador. Está situada en Siria. Llegamos a Apamea al atardecer del día 31 de marzo. Eran las seis menos cuarto de la tarde y el sol estaba cayendo sobre las ruinas de la ciudad. El silencio era total, la luz magnífica. Entramos por los restos de una calle flanqueada por una columnata. A ambos lados, más ruinas emergían de campos de cereal. Sobre las ruinas pastaban rebaños de ovejas. A lo lejos, el humo iba surgiendo de las viviendas habilitadas por sus moradores en la antigua ciudadela (convertida después en castillo árabe). El viento trae los olores primitivos a establo, fuego, campo, oveja. Hay piedras por todas partes, del suelo emergen columnas, esquinas, frisos tallados. Los niños nos rodean y nos regalan flores. Algunos adultos se acercan para ofrecernos monedas griegas y romanas, exvotos de bronce, vidrios y ampollas de cristal rescatadas de entre las ruinas. Hacen sencillos chistes sobre todo ello. Sigue atardeciendo. Un macho de codorniz canta vibrante desde el cereal. Entre las columnas caza una pareja de cernícalos vulgares (Falco tinunculus), pero como están en celo, sus vuelos de caza pronto se convierten en vuelos de cortejo. Se persiguen, se atacan, chillan. A la derecha, sobre la esquina más alta de un gran sillar apenas aflorado entre un montón de piedras, un mochuelo (Athene noctua) gira de vez en cuando la cabeza. Su perfil es el mismo que el que aparece en las monedas apresuradamente robadas que nos acaban de ofrecer. El ambiente tiene algo de magia antigua. Pero estamos en Siria en el siglo XXI. Cae el sol y nos retiramos hacia la furgoneta con un ligero temblor, será que ha refrescado.
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