Espliego de Castilla,
romero de Andalucía,
tomillo de Aragón.
Nadie logra imitar vuestro aroma.
No se puede recrear esa impresión.
Queda dentro.
Allí calla.
Espera.
Despierta, íntima y privada,
cuando os acaricio al sol. Vienen las luces del otoño,
brillantes,
doradas.
Detrás el invierno estéril,
de color de plata.
El espliego y el tomillo dan olor al sol.
Las piedras queman
y los lagartos corretean felices entre ellas.
Pero tú y yo sabemos
que aún falta el otoño para llegar al invierno.
La sombra de los chopos
vuelve a refrescar los
caminos de la ribera del río.
Entre las verdeantes hierbas
sorprenden de nuevo las violetas.
Brillan
en el suelo su timidez
y su belleza.
Verdes hojas, verdes.
Alegría del descubrimiento.
Violetas de felicidad.
Han caído ya las hojas.
El viento del invierno
ha barrido calles y plazas,
y arrancado las últimas
hojas que quedaban en las
últimas ramas recónditas.
Pero la noche se va
retirando frente a un día
cada día más claro y reconfortante.
En los bosques aparecen sobre el suelo
narcisos adolescentes.
En las torres de las iglesias
crotoran las cigüeñas.
Es un ciclo una y mil veces
repetido
de ida y vuelta
de la noche al día.
(Este fin de semana pasado no hemos podido salir al campo porque hemos cogido un catarro tremendo que nos tiene agarrados los pechos; así que hemos leído mucho, y recordado viejos poemas que quiero compartir contigo).
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