LA PRINCESA MARINA.
Hace mucho, mucho tiempo, en la época en que nuestras abuelas eran jóvenes, vivían en un pueblecito llamado Mundaca, en la provincia de Vizcaya, dos niños, entre otros, llamados Maider y Mikeltxo. En aquel pueblo, que está junto al mar, había una huerta mágica en la que se daban unos árboles maravillosos. La huerta se llamaba "Maida", y tanto la habían cuidado los niños de toda la zona, y tan bien habían podado y regado los árboles, que éstos, en lugar de dar peras o manzanas o naranjas amargas y ciruelas, daban todo tipo de cosas fabulosas. Eran dignos de verse aquellos enormes árboles, de grandes hojas verdes y oscuras, cargados de sus frutos mágicos. Lavadoras, balones, rotuladores, pantalones, lapiceros, zapatillas, vídeoconsolas, bolígrafos, gomas de borrar, juguetes, cuadernos de colores brillantes colgaban de aquellas ramas y daban a la huerta un fantástico aspecto de exposición y tienda. Una tapia muy alta rodeaba toda la finca, con trozos de cristal en su parte de arriba para que nadie pudiese entrar por la noche, cuando se cerraba la puerta, porque sólo se debían coger las cosas que eran necesarias. Si te hacía falta un cuaderno, pues entrabas y cogías uno del árbol de los cuadernos y te ibas hasta la próxima vez. Que era tu cumpleaños y tus padres iban a hacerte un regalo, pues entraban, cogían una Wii y se marchaban con ella hasta el próximo cumpleaños. También había libros y los de Julio Verne seguían siendo muy solicitados ¡desde hacía más de doscientos años!


Bajaron al puerto y convencieron a un tío de Maider, que por otra parte era bastante pesado, como muchos tíos, para que les llevara a dar una vuelta en su bote de pesca. Iba el hombre remando y remando y cuando llegó a la isla de Izaro se volvió para ver qué hacían los niños. La proa, que es en donde debían ir sentados, estaba vacía. Los niños no estaban en el barquito. Horrorizado remó con todas sus fuerzas hasta el puerto en donde pronto, a sus gritos, se comenzó a preparar una lancha de socorro. Sin embargo, mientras tanto, nuestros dos amiguitos, que se habían lanzado al agua aprovechando el despiste del tío de Maider, también estaréis de acuerdo conmigo en que los tíos a menudo son un poco despistados y no se enteran, habían ido buceando hasta las puertas del prodigioso palacio de la princsa. Llamaron a las puertas, que estaban hechas de nácar con conchas de madreperlas. Nadie acudió a abrirles. Volvieron a llamar y, desde dentro, la voz de un carramarro les preguntó que quiénes eran.
-"Somos dos niños de Mundaca que queremos ver a la princesa Marina", respondió Maider.
-"La princesa no quiere ver a ningún niño. Iros", respondió a su vez la voz.
- "No nos iremos sin hablar antes con ella", insistió Maider.
Mikeltxo, entretanto, furioso, cogió una piedra enorme de las peñas del fondo del mar y alzándola por encima de su cabeza gritó a la puerta:
- "¡Eh!, ¡tú!, ¡a ver a qué estamos jugando, ¿eh?! Como no abras la puerta la rompo a golpes". Y diciendo ésto comenzó a golpearla y saltaba a cada golpe como una nubecilla blanca de polvo de nácar. La puerta no se abría, pero iba a resistir poco e iba a acabar destrozada. Mikel se detuvo.
-"¡Eh, a ver, el de dentro!", gritó sofocado. Silencio.
-"¡Vosotros! -gritó haciendo bocina con las manos- ¡cómo no abráis traigo hasta aquí un arrastrero de Bermeo y me arramblo con todo el palacio y los que estáis dentro!, ¿eh?". Ante aquella horrible amenaza (a los arrastreros es a lo que más temen los habitantes del mar porque arrasan todo a su paso) las puertas de palacio se abrieron de par en par. Y ya era hora, porque los niños, de estar tanto tiempo debajo del agua, tenían los dedos arrugados, los labios morados y temblaban castañeteando los dientes. Tenían la ropa empapada. Entraron en palacio. Los servidores de la princesa les pusieron unas ecafandras mágicas en las que se secaron inmediatamente y reaccionaron al calor.

- "¿Qué deseáis?".
- "Queremos hablar con la princesa Marina".
- "No puede recibiros. Está ocupada".
¡Ay, pero! Mikeltxo estaba fuera de sí, satisfecho de lo conseguido hasta aquel momento y encantado de poder presumir delante de Maider, contestó:
- "Apártate de ahí, fantoche, que te ato una cuerda a las pinzas y te cuezo".
El bogavante se retiró a un lado, y rodeada de gambas, quisquillas y camarones, sus damas de honor, en lo alto de la escalinata de coral del palacio, resplandeciente apareció la princesa Marina. En el salón se hizo el silencio. Nécoras y langostinos, bueyes y carabineros inclinaron sus cabezas mientras, majestuosa, la princesa fue descendiendo hasta el salón del trono. Con un gesto gracioso se echó hacia atrás sus rizos dorados y todos los presentes pudieron admirar aquella belleza traslúcida, incorpórea, que hace hermosísimas a las criaturas marinas. Su capa de tules de delicados tonos pálidos revoloteaba ligera a su alrededor dándole el aspecto de una quimera de los mares, ajena al paso del tiempo. Su hermosura, que otros días refulgía sin tacha, estaba hoy sin embargo velada por una bruma que gente poco considerada habría achacado al cansancio y a los excesos navideños, pero que sus colaboradores más inmediatos sabían que era ocasionada por el sufrimiento. Profundas ojeras subrayaban el colr oscuro de sus ojos hundidos. Unos gestos nerviosos de la cara transparentaban la lucha honda que enemigos irreconciliables desataban en su interior. Los niños lo vieron enseguida. La princesa está triste. Pero ellos debían, por el bien de todos los demás niños, aclarar las cosas, y a su pesar, impresionados por la serena majestad de la princesa torturada, deseando no cargar su ánimo con más disgustos, a aquella a quien se veía tan claramente que estaba llena de ellos, la interpelaron. Y era tal la ira que tenían que les salió con cierta rudeza, incluso, a pesar de sus buenos sentimientos.
- "Princesa, -dijo Maider- ¿qué estás haciendo a nuestros árboles?". La princesa no quería contestar. La princesa no quería hablar de árboles. La princesa quería, únicamente, que le dejasen pensar y sufrir en silencio.
- "Venga, majestad, contesta a lo que te preguntamos. ¿Por qué eres mala si siempre has sido buena?". Mikel empezaba a sospechar que allí había alguna cosa muy rara. La princesa no era la feliz princesa Marina que tantas veces, en secreto naturalmente, había animado con su alegría las fiestas de cumpleaños de los niños de los alrededores. Ella decía que no le ocurría nada, pero otras veces también había dicho lo mismo y, unos díasdespués, solía recordar lo mal que se había encontrado por tener que negar que se encontrara mal. Al oir a Mikel, la princesa no pudo más y se echó a llorar. Y habló, habló sin cesar, interrumpida de vez en cuando por hipidos y sollozos. La princesa necesitaba abrir su corazón y compartir sus cuitas con alguien. Y se desbordó cn aquellos valientes niños que la miraban de una manera tan limpia a los ojos y le planteaban las cosas con tal claridad y franqueza. Y la princesa lloró. Las lágrimas fueron tantas que se unieron a las aguas del mar y provocaron una subida inesperada de la marea.


Sí, tenían que fabricarlo con tinta de calamar peludo, perlas machacadas y ortigas, eso bastaría para devolver a los árboloes su antiguo esplendor. Había que trabajar deprisa pues sólo surtiría efecto en aquéllos que todavía estuviesen vivos. Lo primero era volver rápidamente al puerto, así que devolvieron las escafandras, abrazaron a la princesa cuyo rostro estaba recuperando su habitual esplendor y nadaron hasta la superficie. ¿Qué era aquéllo que veían? El corazón se les sobrecogió de alegría. El destino facilitaba su venganza. Un bote negro, puntado con alquitrán, se acercaba a ellos. Se sumergieron rápidamente y vieron desde abajo cómo el bote se detenía. Grandes tripas y despojos cayeron al agua a su alrededor. ¡Era el bote de la Compañía! El enviado de la fábrica, vestido completamente de negro, estaba de pie en difícil equilibrio en una embarcación que se mecía peligrosamente. Los niños no lo dudaron ni un instante, se colgaron de la borda, el bote se inclinó y el sicario cayó al agua lanzando un grito y dándose un tremendo golpetazo contra la superficie del mar. Los dos niños se encaramaron rápidamente al bote por la popa, estaba lleno de cajas de lapiceros. Éstos, al ver a los niños y el brillo de sus ojos, se lanzaron al agua y fueron nadando como flechas hasta Izaro. Mientras tanto Mikel tomó losa remos, y como un chico mayor remó y remó hasta el puerto. Maider actuaba de patrón diciéndole por dónde debía navegar, porque era tarde y las primeras sombras de la noche fría oscurecín el camino correcto y, sin su enérgico pilotaje, habrían corrido el riesgo de embarrancar en algunas siniestras peñas.

-" Y ahora pronto a la cama, que los Reyes Magos sólo dejan regalos a las personas que están durmiendo. Hala, a la cama y mañana más y mejor".
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