Mi Código de la Circulación por la carretera de la vida.

"Yo soy solo uno. Puedo hacer solo lo que uno puede hacer; pero lo que uno puede hacer, yo lo hago" (John Seymour, 1914-2004). //La sinceridad está sobrevalorada.// Antes de hablar ten claro que las palabras sean más oportunas que el silencio.// No discutas nunca con un imbécil. Te obligará a rebajarte a su nivel y te ganará por experiencia.// ¡Cuántas veces no se pretende sólo derrotar al contrario, sino más bien hundirle tanto en lo profesional como en lo personal!// ¿Quieres ser feliz un instante (o dos)? ¡Véngate! ¿Quieres ser feliz para siempre? ¡Perdona!// Cuanto más pequeño es un corazón, más rencor alberga.// No juzgues. Todas las personas te pueden sorprender si les das la oportunidad.// Tú sigue adelante, si alguien quiere ir contigo, que tire también.// No mires mucho alrededor, sigue adelante pues como dijo no sé quién: "es preferible pedir disculpas a pedir perdón".// No es posible caer bien a todo el mundo. Hagas lo que hagas unos te querrán y otros te aborrecerán. Es inevitable.// El ser humano forma parte de la Naturaleza y es un ser vivo como los demás (árboles, zorros, libélulas, bacterias) por lo que está sometido a los mismos procesos vitales.// Las religiones son el principal enemigo de la salud mental.// Si soy normal, y hago esto y lo otro, seguro que todas las demás personas harán lo mismo o cosas parecidas.

miércoles, 5 de enero de 2011

Un cuento mágico para los niños en la noche de los Reyes Magos de Oriente.

LA PRINCESA MARINA.


Hace mucho, mucho tiempo, en la época en que nuestras abuelas eran jóvenes, vivían en un pueblecito llamado Mundaca, en la provincia de Vizcaya, dos niños, entre otros, llamados Maider y Mikeltxo. En aquel pueblo, que está junto al mar, había una huerta mágica en la que se daban unos árboles maravillosos. La huerta se llamaba "Maida", y tanto la habían cuidado los niños de toda la zona, y tan bien habían podado y regado los árboles, que éstos, en lugar de dar peras o manzanas o naranjas amargas y ciruelas, daban todo tipo de cosas fabulosas. Eran dignos de verse aquellos enormes árboles, de grandes hojas verdes y oscuras, cargados de sus frutos mágicos. Lavadoras, balones, rotuladores, pantalones, lapiceros, zapatillas, vídeoconsolas, bolígrafos, gomas de borrar, juguetes, cuadernos de colores brillantes colgaban de aquellas ramas y daban a la huerta un fantástico aspecto de exposición y tienda. Una tapia muy alta rodeaba toda la finca, con trozos de cristal en su parte de arriba para que nadie pudiese entrar por la noche, cuando se cerraba la puerta, porque sólo se debían coger las cosas que eran necesarias. Si te hacía falta un cuaderno, pues entrabas y cogías uno del árbol de los cuadernos y te ibas hasta la próxima vez. Que era tu cumpleaños y tus padres iban a hacerte un regalo, pues entraban, cogían una Wii y se marchaban con ella hasta el próximo cumpleaños. También había libros y los de Julio Verne seguían siendo muy solicitados ¡desde hacía más de doscientos años!

Cuando aquella tarde Maider y Mikeltxo entraron a coger rotuladores de colores para la clase de plástica, se dieron cuenta de que los árboles se estaban secando. El de los bolígrafos estaba casi muerto, y el de las lavadoras no tenía ningún fruto a la vista. Todos los árboles habían perdido su color verde intenso y las hojas estaban amarilleándose. Todavía tenían hojas, pero estaban tomando un color amarillento como de poca salud. El viento soplaba y los árboles estaban perdiendo las hojas. Los niños se abrazaron emocionados, sentían miedo. Unieron sus pequeñas manos sucias de tinta y quedaron muy juntos. Silenciosos. Nunca habían visto la huerta con ese aspecto tan desolado y frío, algo les hizo sentir que había maldad en aquellos estragos. Permanecieron abrazados un buen rato para darse ánimos y calor. Parecía que un soplo de aire del norte les hubiese dejado helados. Estaban allí, silenciosos, cuando una vieja gaviota, grande y sabia como suelen serlo las gaviotas que han llegado a viejas, después de lanzar su largo grito, volando muy bajito les dijo casi al oido, como en un susurro, que aquello era cosa de la princesa Marina. Sólo ella podía saber la causa de que la huerta se estuviera muriendo. Sólo ella podía hacer que, otra vez, los niños de la zona pudiesen volver a tener material escolar abundante al alcance de la mano. Pero todo ello era muy raro porque la princesa Marina había sido siempre muy buena y amiga de los niños. Maider y Mikeltxo creyeron, a pesar de todo, a la gaviota y decidieron hacer una visita a la princesa en su palacio submarino de nácar y caracolas.
Bajaron al puerto y convencieron a un tío de Maider, que por otra parte era bastante pesado, como muchos tíos, para que les llevara a dar una vuelta en su bote de pesca. Iba el hombre remando y remando y cuando llegó a la isla de Izaro se volvió para ver qué hacían los niños. La proa, que es en donde debían ir sentados, estaba vacía. Los niños no estaban en el barquito. Horrorizado remó con todas sus fuerzas hasta el puerto en donde pronto, a sus gritos, se comenzó a preparar una lancha de socorro. Sin embargo, mientras tanto, nuestros dos amiguitos, que se habían lanzado al agua aprovechando el despiste del tío de Maider, también estaréis de acuerdo conmigo en que los tíos a menudo son un poco despistados y no se enteran, habían ido buceando hasta las puertas del prodigioso palacio de la princsa. Llamaron a las puertas, que estaban hechas de nácar con conchas de madreperlas. Nadie acudió a abrirles. Volvieron a llamar y, desde dentro, la voz de un carramarro les preguntó que quiénes eran.
-"Somos dos niños de Mundaca que queremos ver a la princesa Marina", respondió Maider.
-"La princesa no quiere ver a ningún niño. Iros", respondió a su vez la voz.
- "No nos iremos sin hablar antes con ella", insistió Maider.
Mikeltxo, entretanto, furioso, cogió una piedra enorme de las peñas del fondo del mar y alzándola por encima de su cabeza gritó a la puerta:
- "¡Eh!, ¡tú!, ¡a ver a qué estamos jugando, ¿eh?! Como no abras la puerta la rompo a golpes". Y diciendo ésto comenzó a golpearla y saltaba a cada golpe como una nubecilla blanca de polvo de nácar. La puerta no se abría, pero iba a resistir poco e iba a acabar destrozada. Mikel se detuvo.
-"¡Eh, a ver, el de dentro!", gritó sofocado. Silencio.
-"¡Vosotros! -gritó haciendo bocina con las manos- ¡cómo no abráis traigo hasta aquí un arrastrero de Bermeo y me arramblo con todo el palacio y los que estáis dentro!, ¿eh?". Ante aquella horrible amenaza (a los arrastreros es a lo que más temen los habitantes del mar porque arrasan todo a su paso) las puertas de palacio se abrieron de par en par. Y ya era hora, porque los niños, de estar tanto tiempo debajo del agua, tenían los dedos arrugados, los labios morados y temblaban castañeteando los dientes. Tenían la ropa empapada. Entraron en palacio. Los servidores de la princesa les pusieron unas ecafandras mágicas en las que se secaron inmediatamente y reaccionaron al calor.
Se tomaron de la mano y fueron avanzando entre dos filas de carramarros que eran los soldados del reino del mar. Mikel se daba cuenta de que miraban fijamente a Maider. Iba tremendamente orgulloso, con los ojos brillantes, mientras se cogía de su brazo y, alta y rubia, caminaba a su lado. Los cangrejos, carramarros y cigalas bullían amenazadoramente a su alrededor cuando llegaron ante el bogavante, gran visir de la princesa.
- "¿Qué deseáis?".
- "Queremos hablar con la princesa Marina".
- "No puede recibiros. Está ocupada".
¡Ay, pero! Mikeltxo estaba fuera de sí, satisfecho de lo conseguido hasta aquel momento y encantado de poder presumir delante de Maider, contestó:
- "Apártate de ahí, fantoche, que te ato una cuerda a las pinzas y te cuezo".
El bogavante se retiró a un lado, y rodeada de gambas, quisquillas y camarones, sus damas de honor, en lo alto de la escalinata de coral del palacio, resplandeciente apareció la princesa Marina. En el salón se hizo el silencio. Nécoras y langostinos, bueyes y carabineros inclinaron sus cabezas mientras, majestuosa, la princesa fue descendiendo hasta el salón del trono. Con un gesto gracioso se echó hacia atrás sus rizos dorados y todos los presentes pudieron admirar aquella belleza traslúcida, incorpórea, que hace hermosísimas a las criaturas marinas. Su capa de tules de delicados tonos pálidos revoloteaba ligera a su alrededor dándole el aspecto de una quimera de los mares, ajena al paso del tiempo. Su hermosura, que otros días refulgía sin tacha, estaba hoy sin embargo velada por una bruma que gente poco considerada habría achacado al cansancio y a los excesos navideños, pero que sus colaboradores más inmediatos sabían que era ocasionada por el sufrimiento. Profundas ojeras subrayaban el colr oscuro de sus ojos hundidos. Unos gestos nerviosos de la cara transparentaban la lucha honda que enemigos irreconciliables desataban en su interior. Los niños lo vieron enseguida. La princesa está triste. Pero ellos debían, por el bien de todos los demás niños, aclarar las cosas, y a su pesar, impresionados por la serena majestad de la princesa torturada, deseando no cargar su ánimo con más disgustos, a aquella a quien se veía tan claramente que estaba llena de ellos, la interpelaron. Y era tal la ira que tenían que les salió con cierta rudeza, incluso, a pesar de sus buenos sentimientos.
- "Princesa, -dijo Maider- ¿qué estás haciendo a nuestros árboles?". La princesa no quería contestar. La princesa no quería hablar de árboles. La princesa quería, únicamente, que le dejasen pensar y sufrir en silencio.
- "Venga, majestad, contesta a lo que te preguntamos. ¿Por qué eres mala si siempre has sido buena?". Mikel empezaba a sospechar que allí había alguna cosa muy rara. La princesa no era la feliz princesa Marina que tantas veces, en secreto naturalmente, había animado con su alegría las fiestas de cumpleaños de los niños de los alrededores. Ella decía que no le ocurría nada, pero otras veces también había dicho lo mismo y, unos díasdespués, solía recordar lo mal que se había encontrado por tener que negar que se encontrara mal. Al oir a Mikel, la princesa no pudo más y se echó a llorar. Y habló, habló sin cesar, interrumpida de vez en cuando por hipidos y sollozos. La princesa necesitaba abrir su corazón y compartir sus cuitas con alguien. Y se desbordó cn aquellos valientes niños que la miraban de una manera tan limpia a los ojos y le planteaban las cosas con tal claridad y franqueza. Y la princesa lloró. Las lágrimas fueron tantas que se unieron a las aguas del mar y provocaron una subida inesperada de la marea.

Resulta que el ejército de la princesa, formado de militares carramarros, llevaba algún tiempo sin cobrar porque la princesa quería negociar con ellos el que se disolvieran. La princesa consideraba inútil tener un ejército en el fondo del mar cuando todos sus habitantes son hermanos. Pero una fábrica de lapiceros que había en Bilbao, que es una ciudad muy grande que está cerca de Mundaca, estaba agitándoles para que no cediesen. Claro, la fábrica de lapiceros y rotuladores no podía consentir que todos los ninños de la costa viviesen tan ricamente sin necesidad de comprar ni un lápiz y había encontrado la forma de obligar a la princesa a destruir la huerta maravillosa: envenenar a los árboles con enérgicos herbicidas americanos. Marina contó a Maider y Mikel que el ejército de carramaros estaba casi en rebelión y que ella tenía que hacer lo que le mandaban los de la fábrica porque ellos alimentaban y pagaban a los carramarros con tripas de vaca y que si les desobedecía dejarían de alimentar a los caramarros y éstos se pondrían francamente en rebelión comiéndose a las quisquillas, los camarones, y a los pecedillos, humildes y queridos siervos de la princesa Marina. Todos los días un enviado de la fábrica, desde un lanchón, arrojaba a la mar sangrientos despojos del matadero municipal que eran devorados con fruición por los militares carramarros. El día en el que la princesa dejase de envenenar los árboles mágicos, la fábrica dejaría de alimentar al ejército y éste arrasaría el reino submarino de caracolas y coral. La trampa era perfecta. La princesa, si alguien no hacía algo rápidamente, estaba derrotada. Había sido obligada, para salvar a su frágil reino, a adquirir una pócima herbicida a la multinacional norteamericana Monsanto, con la que gaviotas aburridas regaban la huerta una vez a la semana. Los niños decidieron ayudarle, pero ella debía darles el antídoto.


Sí, tenían que fabricarlo con tinta de calamar peludo, perlas machacadas y ortigas, eso bastaría para devolver a los árboloes su antiguo esplendor. Había que trabajar deprisa pues sólo surtiría efecto en aquéllos que todavía estuviesen vivos. Lo primero era volver rápidamente al puerto, así que devolvieron las escafandras, abrazaron a la princesa cuyo rostro estaba recuperando su habitual esplendor y nadaron hasta la superficie. ¿Qué era aquéllo que veían? El corazón se les sobrecogió de alegría. El destino facilitaba su venganza. Un bote negro, puntado con alquitrán, se acercaba a ellos. Se sumergieron rápidamente y vieron desde abajo cómo el bote se detenía. Grandes tripas y despojos cayeron al agua a su alrededor. ¡Era el bote de la Compañía! El enviado de la fábrica, vestido completamente de negro, estaba de pie en difícil equilibrio en una embarcación que se mecía peligrosamente. Los niños no lo dudaron ni un instante, se colgaron de la borda, el bote se inclinó y el sicario cayó al agua lanzando un grito y dándose un tremendo golpetazo contra la superficie del mar. Los dos niños se encaramaron rápidamente al bote por la popa, estaba lleno de cajas de lapiceros. Éstos, al ver a los niños y el brillo de sus ojos, se lanzaron al agua y fueron nadando como flechas hasta Izaro. Mientras tanto Mikel tomó losa remos, y como un chico mayor remó y remó hasta el puerto. Maider actuaba de patrón diciéndole por dónde debía navegar, porque era tarde y las primeras sombras de la noche fría oscurecín el camino correcto y, sin su enérgico pilotaje, habrían corrido el riesgo de embarrancar en algunas siniestras peñas.

La expedición de socorro organizada por el tío de Maider estaba ya preparada y se disponía a hacerse a la mar, pero apenas vieron a los chiquillos prorrumpieron en gritos de alegría. El saludo fue emocionante y estentóreo. Maider y Mikeltxo no tenían mucho tiempo, había que curar a los árboles antes de que legaran los Reyes Magos, que todo sabían que se surtían en Maida. Explicaron en dos palabras lo que estaba ocurriendo y de lo que se habían enterado y convocaron inmediuatamente a una reunión a todos los niños y las niñas de la zona. Allí mismo, aquella histórica noche se selló un nuevo pacto con la princesa de los mares. Allí mismo decidieron que los niños y las niñas de todos los pueblos de la costa, desde Bakio hasta Bermeo e Ibarranguelua, se encargarían de arrojar diariamnte al mar los despojos del matadero de Mundaca para tener tranquilos a los carramarros y que la princesa Marina pudiera disolver con calma al ejército. Los árboles volvieron a resplandecer. El Olentzero, Papa Noël, Santa Claus, los Reyes Magos y los papás y las mamás de todos los niños del mundo se surten allí. Del enviado de la fábrica nunca más se supo. La sonrisa de coral volvió al rostro de la princesa. En Izaro hay ocasiones en que se encuentran lapiceros por el suelo. Y, eso sí, a veces, los niños que nadan por el puerto de Mundaca se encuentran alguna tripa de vaca flotando. Son las que no se han comido los carramarros. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
-" Y ahora pronto a la cama, que los Reyes Magos sólo dejan regalos a las personas que están durmiendo. Hala, a la cama y mañana más y mejor".






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