En mi casa en Ribavellosa, localidad situada al sur de la provincia española de Álava, en la Cuadrilla de Añana, hay un muro al que todos los días llegan jilgueros (Carduelis carduelis) y verdecillos (Serinus serinus) a picotear colgados. Es un muro de piedra arenisca y, por el interior, está la habitación en la que desde tiempo inmemorial se guardaban las salazones. Allí se han guardado durante generaciones las caretas y las orejas de cerdo guardadas en sal, así como perniles y tocinos en salmuera. Después de cientos de años (la casa cumple este año cuatrocientos 400 años ya que fue construida en 1611), la sal ha ido subiendo por la pared y mezclándose con la piedra arenisca. La piedra está muy descompuesta así que los fringílidos tienen doble ventaja. Por un lado comen sal, necesaria para sus procesos metabólicos y celulares, y por otro toman arena, la cual les resulta útil para la predigestión de semillas en el buche.
El otro día, visitando los almacenes de sal que, en previsión de las nevadas del invierno, se mantienen llenos en el Parque de Bomberos, lugar a donde me ha llevado mi nuevo trabajo, observé cómo durante toda la mañana, pequeños grupos familiares de jilgueros y verdecillos, se posaban en la sal y picoteaban durante un rato, incluso dentro del almacén. Tengo la impresión de que necesitan mucho la sal pues se acercaban aunque hubiera personas cerca e incluso entraban en los almacenes. En Ribavellosa es igual; no les importa que haya gente en el jardín. Ellos a lo suyo. Ya sé que los animales, especialmente los herbívoros, necesitan sal. Son conocidas las tabletas de sal para vacas y terneros, así como la famosa cueva de Kenia en la que los elefantes arrancan sal por la noche, pero no he visto que picoteen sal más que jilgueros y verdecillos. A lo mejor otras aves granívoras y herbívoras también devoran sal para suplementar su dieta, pero yo no las he visto. Consto.
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