Esta mañana, cuando venía a trabajar a eso de las 08:00 h., hacía 18 ºC de temperatura. El sol brillaba entre nubes suavísimas. El cielo estaba azul y las estelas de los aviones reflejaban los rayos nacientes del sol. Hacia el norte se veían unas leves nubes algodonosas. Un día perfecto de principios de julio. Entonces, las mañanas como ésta venían preñadas de la expectativa de los días veraniegos. De las largas jornadas, de los atardeceres aromáticos. Se sentía la impresión de que, una vez más, íbamos a hacer las cosas que nunca hemos hecho. Eran las señales de un verano que comenzaba y todo estaba por estrenar. Pero esas mismas señales ahora traen un no sé qué de melancolía. Quizás porque no hemos hecho todo lo que deseábamos, quizás porque se acerca el otoño y con él de nuevo las tardes cortas, las noches largas encerrados en casa. Los árboles están amarilleando de una manera muy notable y el suelo está cubierto de castañas pilongas, que hay que sortear con la bicicleta para no venirnos al suelo. Queda una semana para la entrada oficial del otoño, pero todo lo que nos rodea está lleno de heraldos de su llegada y olfateamos el aire para oler los olores del otoño. Una vez más, el verano ha pasado.
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