Cuando por la mañana llegábamos a Las Machorras pedanía del Ayuntamiento de Espinosa de los Monteros, provincia de Burgos (España), el domingo día 11 de septiembre, volaban sobre el coche centenares de aviones comunes (Delichon urbicum), la golondrina que sitúa sus nidos bajo los aleros de las casas. Cuando después de visitar aquellas cumbres bajábamos al mediodía desde el nacimiento del río Rioseco, la bandada se había posado en los cables de electricidad que cruzaban una de aquellas gargantas.
De inconfundible aspecto. Negro azulado en las partes dorsales y blanco puro en las ventrales. Con un llamativo obispillo blanco muy definitorio. Había muchos ejemplares juveniles, de un color grisáceos oscuro más que negro. Muy gregario, se posa en los cables. Parecía claro que habíamos topado con una bandada en migración. Podíamos escuchar sus cantos y reclamos, más breves y variados que el de su pariente la golondrina común (Hirundo rustica). Se estaban preparando para seguir su viaje transahariano en dirección sur. Tengo la impresión de que el fuerte viento en contra que, desde hacía varios días, llevaba toda la mañana soplando, unido a las alteraciones magnéticas que llevaban produciéndose durante varios días, habían retenido a esa bandada formada por centenares de individuos.
Las aves perchadas en los cables se dedicaban a atusarse y ordenar las plumas estirando sus alas. El espectáculo era bellísimo. Aquellos pajarillos, poco más grandes que un copo de algodón, se reponían alimentándose de los insectos que el calor de los últimos días había propiciado y recuperaban las fuerzas necesarias para dar otro salto. Quizás hasta Extremadura, quizás hasta la Tierra de Campos. Eran poco más de la una y media del mediodía, pero parece que la mañana les había resultado fructífera pues estaban haciendo un alto en su alimentación para arreglarse el plumaje. A lo mejor es que el cuidado de su plumaje es tan importante como su alimentación, ahora, terminadas las urgencias reproductoras y puestos en marcha hacia el sur. Seguramente una de aquellas mañanas habían cruzado el Golfo de Vizcaya y habían atravesado las montañas cantábricas para llegar y reponerse en estos amables valles. Pensé que sin duda sus plumajes necesitaban, como mínimo, un lavado y un peinado. Y allí estaban ellos, un mediodía cualquiera, preparándose y reparando sus fuerzas para otro avance hacia el sur. ¿Cuántas caerán en esa despiadada, ciega carrera, de la migración?
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