En lo alto de los montes, entre el cielo y nosotros, no había más que unos gigantescos aerogeneradores cuyas aspas girando, si las mirabas mucho, acababan teniendo un efecto hipnótico y vertiginoso. Quizás por eso mirábamos al suelo. Un amigo mío dice que ser ornitólogo es incompatible con ser arqueólogo, pues el ornitólogo ha de estar siempre mirando al cielo, mientras que el arqueólogo ha de estar siempre mirando al suelo. Nosotros, como no podíamos mirar al cielo por el mareamiento que nos producían aquellos gigantes moviendo sus interminables brazos, mirábamos al suelo. Y así pudimos ver a varios machos de collalba gris (Oenanthe oenanthe) todavía con los colores dorados del verano que supusimos se encontraban ya en migración. A pesar de ello, seguían instalándose cada uno en su atalaya y desafiando a los demás como en los ¡ay! lejanos días de la bullente primavera.
También por el suelo se afanaban agitadas bisbitas alpinos (Anthus spinoletta). Una se estaba dando un buen baño, momento que recogen las fotografías. Entraban y salían del cerrado espacio de la estación transformadora. Por los caminos, caminando sobre las matas de brezo, devoraban insectos hasta del tamaño de un saltamontes más grande que su cabeza. Sus patas oscuras y su parte ventral, también oscura, pero manteniendo los reflejos rosas del traje estival, las hacían identificables. Allí arriba seguía la vida. Nosotros nos marchamos, pero aquellos bisbitas pasarían allí la noche. El viento soplaría, los caballos y vacas buscarían algún resguardo, pero ellas seguirían solas entre las sombras nocturnas.
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