El domingo ha amanecido húmedo y desapacible. Después de unos días de calor veraniego, el día amanece lluvioso y nublado. La actividad ornítica no ha disminuido un ápice. En las traseras de mi casa, en los jardines, dos machos de verderón (Carduelis chloris) interactuan persiguiéndose a la brava. Los machos de gorrión (Passer domesticus) también se lanzan unos contra otros interactuando violentamente con sus picos. Tres machos de curruca capirotada (Sylvia atricapilla), inconfundibles con sus boinas negras, asedian a una hembra remilgosa. Los que no están urgidos por las demandas reproductoras, están comiendo. En los arbustos, en el suelo, entre las ramas de los árboles la actividad es frenética. El aullido lejano de un perro encerrado, los solos de los mirlos (Turdus merula), la algarabía de los gorriones, las notas limpias de las currucas, los variados reclamos de los estorninos configuran un universo sonoro como el que se puede oir en los claustros de los conventos. En el hortus clausus no hay más sonidos que los de la Naturaleza encerrada. Vibrantes, límpidos, reposados. Siento el anhelo de mantener, conservar este paisaje. Pero no tanto como para pagar lo que piden por él.
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