Tanto se había comentado el mal tiempo que iba a hacer esta Semana Santa que, cuando llegamos a los pastos altos de Espinosa de los Monteros (Burgos. España) y el cielo se nos presentó con grandes nubarrones y algunos claros, creímos que el día cerraría en agua. Nada más lejos de la realidad. Los fuertes vientos del sur, procedentes de los anchos valles de Mena y Losa, acabaron barriendo esas amenazadoras nubes y arrastrándolas, encajonadas en los estrechos portillos, hacia el cercano mar Cantábrico. El sol lució esplendoroso durante toda la jornada del Jueves Santo. Mientras las procesiones se suspendían en media España, en las Machorras (barrio de Espinosa de los Monteros), en el valle de Carredondo, pudimos pajarear a gusto. Entre árboles, matorrales, tapias de piedra seca y altos roquedos calizos pudimos disfrutar de los primeros "africanos" de la temporada. Como nos gusta la ornitología seria, además de comentaros las impresiones en esta entrada del blog, ya hemos informado de lo visto a los expertos ornitólogos de Burgos para que, si la cosa merece la pena, inscriban lo visto en el Anuario Ornitológico.
El aire del valle estaba completamente lleno de los cantos de los pájaros. Se podían escuchar carboneros (Parus major), herrerillos (Cyanistes caeruleus), currucas capirotadas (Sylvia atricapilla), mirlos (Turdus merula), verdecillos (Serinus serinus), pardillos (Carduelis cannabina),... En lo alto del cielo cubrían toda la bóveda unas dos docenas de buitres leonados (Gyps fulvus). Pero lo que más se oía era el limpio, continuo, canto de los pinzones vulgares (Fringilia coelebs). Todo ello sin movernos de los alrededores de la cabaña que ocupábamos. A medio día, la algarabía de las avecillas parece que disminuyó para que pudiera sorprendernos el inconfundible canto del cuco común (Coculus canorus). Era la primera vez que esa llamada se escuchaba esta estación por estos estrechos valles de las montañas cantábricas.
Después de hacer el debido homenaje a la comida elaborada por mi cuñada (incluyendo una siesta al sol respirando uno de los aires más puros que hoy se puede respirar en el mundo mundial), partimos a la descubierta. Lucía el sol en todo su esplendor; los últimos girones de las nubes se dejaban arrancar perezosos de las aspas de los aerogeneardores que asoman lejanos por aquellas cumbres; hacía calor. Echamos a andar por las estrechas veredas entre las tapias en las que anidan la collalba gris (Oenanthe oenanthe) y el colirrojo tizón (Phoenicurus ochruros). Y allí estaban.
El macho de collalba, recién llegado de África, se erguía sano y lustroso buscando pareja sobre aquellas hileras de piedras (miles de toneladas) con las que los habitantes de aquellas montañas han ordenado sus propiedades, sus rutinas agropecuarias, sus vidas, desde hace decenas de generaciones. La convivencia entre el ser humano y la Naturaleza ha creado unos paisajes únicos. Nos sobresaltaba también el macho de colirrojo tizón que sustituía sus nerviosos movimientos de cola por un vuelo firme, llevando una lombriz en el pico para alimentar a su temprana pollada en algún espacio protegido y seco en el interior de aquellas acumulaciones humanas de piedras.
La tarde va cayendo y el canto del cuco llena el valle. Son las urgencias amatorias del que, recién llegado de África, conoce los límites del tiempo y sabe que lo que aparece como una larga estación luminosa, hay que repartirla entre el cortejo, la cópula, distribuir los huevos cuanto antes por los nidos de avecillas más pequeñas y no hay tiempo para todo.
Un agateador común (Certhia brachydactyla) rebuscaba entre las rugosidades de las cortezas, sorprendiendo a arañas e insectos, algunos de los cuales todavía continuan su reposo invernal.
Nos retirábamos ya hacia la cabaña, cuando las refulgentes marcas blancas de deyecciones orníticas en los impresionantes farallones calcáreos, nos advertían de la posible ubicación de algún nido de aves rupícolas.
El aire del valle estaba completamente lleno de los cantos de los pájaros. Se podían escuchar carboneros (Parus major), herrerillos (Cyanistes caeruleus), currucas capirotadas (Sylvia atricapilla), mirlos (Turdus merula), verdecillos (Serinus serinus), pardillos (Carduelis cannabina),... En lo alto del cielo cubrían toda la bóveda unas dos docenas de buitres leonados (Gyps fulvus). Pero lo que más se oía era el limpio, continuo, canto de los pinzones vulgares (Fringilia coelebs). Todo ello sin movernos de los alrededores de la cabaña que ocupábamos. A medio día, la algarabía de las avecillas parece que disminuyó para que pudiera sorprendernos el inconfundible canto del cuco común (Coculus canorus). Era la primera vez que esa llamada se escuchaba esta estación por estos estrechos valles de las montañas cantábricas.
Después de hacer el debido homenaje a la comida elaborada por mi cuñada (incluyendo una siesta al sol respirando uno de los aires más puros que hoy se puede respirar en el mundo mundial), partimos a la descubierta. Lucía el sol en todo su esplendor; los últimos girones de las nubes se dejaban arrancar perezosos de las aspas de los aerogeneardores que asoman lejanos por aquellas cumbres; hacía calor. Echamos a andar por las estrechas veredas entre las tapias en las que anidan la collalba gris (Oenanthe oenanthe) y el colirrojo tizón (Phoenicurus ochruros). Y allí estaban.
El macho de collalba, recién llegado de África, se erguía sano y lustroso buscando pareja sobre aquellas hileras de piedras (miles de toneladas) con las que los habitantes de aquellas montañas han ordenado sus propiedades, sus rutinas agropecuarias, sus vidas, desde hace decenas de generaciones. La convivencia entre el ser humano y la Naturaleza ha creado unos paisajes únicos. Nos sobresaltaba también el macho de colirrojo tizón que sustituía sus nerviosos movimientos de cola por un vuelo firme, llevando una lombriz en el pico para alimentar a su temprana pollada en algún espacio protegido y seco en el interior de aquellas acumulaciones humanas de piedras.
La tarde va cayendo y el canto del cuco llena el valle. Son las urgencias amatorias del que, recién llegado de África, conoce los límites del tiempo y sabe que lo que aparece como una larga estación luminosa, hay que repartirla entre el cortejo, la cópula, distribuir los huevos cuanto antes por los nidos de avecillas más pequeñas y no hay tiempo para todo.
Un agateador común (Certhia brachydactyla) rebuscaba entre las rugosidades de las cortezas, sorprendiendo a arañas e insectos, algunos de los cuales todavía continuan su reposo invernal.
Nos retirábamos ya hacia la cabaña, cuando las refulgentes marcas blancas de deyecciones orníticas en los impresionantes farallones calcáreos, nos advertían de la posible ubicación de algún nido de aves rupícolas.
Y allí estaba, rey de las inmensas soledades, buitre egipcio, enhiesto sobre un nido de palos y ramas, observándonos con sus ojos negros, frontales, de visión estereoscópica, un adulto de alimoche común (Neophron percnopterus). Con el telescopio le veíamos perfectamente su cabeza aguzada, amarillenta, de plumaje alborotado. Él nos miraba fijamente, inquieto aunque nos encontrábamos a varios cientos de metros. Después de observarlo todos con recogimiento y admiración, retiramos el telescopio y nos marchamos. No deseábamos molestarle lo más mínimo, porque sabemos que la presencia humana le turba, aunque a menudo busca zonas humanizadas para anidar y alimentarse. Nos fuimos silenciosos. Su observación había sido la guinda de un pastel pajarero muy sabroso. Suenan en el aire templado las notas de las esquilas de las vacas que son retiradas de los pastos y llevadas al establo. Los gritos de los pastores. De los sótanos oscuros de las cabañas surgen los balidos de los corderos llamando, hambrientos, a sus madres que han pasado el día alimentándose fuera. A lo lejos, ladridos de perros, esquilas, cencerros. Recorren los blancos cantiles las sombras de los aviones roqueros (Ptyonoprogne rupestris) y de las cornejas (Corvus corone). Va entrando la noche. Tengo la impresión de que, a pesar de que lejanas motosierras han sonado todo el día, por lo menos esta tarde se ha firmado una tregua entre el ser humano y la Naturaleza.
Gracias x acercarnos más a la vista a esos pajarucos que rápidamente se escapan de los prismáticos...;) Este finde tocó las Machorras y aparte la collalba,los bisbitas alpinos,lavanderas, colirrojos ,pinzones , verdecillos y tarabillas había otro más grisáceo junto con las bisbitas y de su tamaño...��Sin más ...he visto que eres de Vitoria y yo dia si día no estoy en Izki...en el Pilar vuelvo ...a ver si se hace La Luz y encuentro algún carpintero dispuesto a ser fotografiado�� soy Eva F.Pintor en face...un saludo!!
ResponderEliminar